La luz del crepúsculo caía a plomo sobre el horizonte, bañando de color dorado las infinitas llanuras que ante un jinete cansado, exhausto y moribundo se expandían. Las recientes lluvias habían dejado innumerables gotas colgando de cada una de las espigas que, desordenadas, crecían salvajemente a lo largo y ancho de cuanto la vista podía alcanzar. En conjunto, una llama divina iluminaba un diamante titánico. El ritmo cansado y desacompasado de los cascos del caballo era el único fondo musical que podía apreciarse, y el jinete, al borde del colapso, supo apreciar el detalle.
-Ya hemos llegado.- Le susurró al corcel mientras, a duras penas, intentaba zafarse de las riendas que se habían enroscado en sus muñecas. Se apeó del caballo con las pocas fuerzas que se había reservado para el final de su viaje. Las gotas de sangre resbalaron en procesión silenciosa por los bordes de un uniforme escarlata y se precipitaron al vacío rodeadas de tranquilidad y sosiego. Las heridas que había sufrido a lo largo de tan legendaria caminata iban a acabar con él pronto, pero no por ello había incumplido su deber, ni mucho menos. A sus espaldas quedan cantidades ingentes de enemigos caídos, cientos de reinos cruzados de costa a costa y numerosas gestas que le sobrevivirían aunque muriese mil veces más.
-Querido hermano –Le decía entrecortadamente a su caballo, mirándolo con sus apesadumbrados ojos azul oscuro. –Nuestro viaje ha terminado, ya sólo queda la muerte. Ese y no otro es el verdadero final. Debemos marchar como venimos, siempre solos. Lo que nos espera al otro lado de la Gran Catedral es y será siempre un misterio, pero hasta allí ha de llegar nuestro mensaje y por los Dioses que jamás dejaremos una misión sin concluir.
El caballo, con una mirada de comprensión y dejando escapar sus últimas fuerzas, se dejó caer sobre el campo infinito de espigas. Su piel, más negra que una noche sin luna, destellaba con las últimas luces del día, su crin, blanca como la leche, se esparcía como mil riachuelos por el suelo. El jinete se arrodilló, más por efecto de la gravedad que por voluntad propia, se quitó uno de los guantes y acarició el cuello del animal pausadamente. No pasó demasiado tiempo hasta que empezó a notar cómo la vida se le escapaba al ritmo que su sangre manaba. Finalmente se dejó caer, y haciendo un último gran esfuerzo se arrancó la cruz que le colgaba al cuello, se la metió en la boca y se la tragó.
La luz se apagaba en el horizonte y el brillo del mundo moría con ellos.
-Nosotros somos la libertad.
Estas fueron las últimas palabras del último gran héroe. Palabras demasiado llenas para no haber sido oídas por nadie. Demasiado hermosas para ser pronunciadas por cualquiera. Demasiado ciertas para que la noche no se apiade de las almas que se quedan en un mundo sin ellas.
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